Autor de resonante éxito comercial
desde sus comienzos, Pérez Reverte es, por méritos propios, uno de los
escritores españoles más decisivos de las últimas décadas. Su obra implica una
brillante fusión de la comercialidad y la calidad literaria, tantas veces consideradas
como incompatibles.
Si las primeras obras del otrora
corresponsal de guerra suponían una innovadora vuelta de tuerca del best-seller de aventuras clásico
completado con una narrativa sólida, tan perfecta en la forma como imaginativa,
algunas de sus obras finales parecen mostrarnos un creador peligrosamente
convencido de la calidad de su prosa, algo que en ocasiones puede bordear el
peligro de la pedantería.
“El
Pintor de batallas” es su obra más profunda y seria. Probablemente la más
aburrida o al menos la peor que yo le he leído. Y eso que su argumento es de
aúpa: un antiguo fotógrafo retirado que con su cámara cubrió algunos de los
conflictos más descarnados de la historia (indisimulado alter ego de Reverte), se aparta de mundo pintando un enorme mural que recrea
una batalla, cuando recibe la visita de un ex soldado que le acusa de haber
provocado la muerte de su familia.
Tan interesante propuesta termina
difuminada en una narración pretenciosa, que confunde lo elaborado con lo
cursi, empeñada en mostrar los amplios conocimientos pictóricos del autor y un
pesimismo existencial sobre la condición humana, que provoca mas el hastío que
la honda reflexión que se supone que pretende. Unos diálogos inverosímiles así
como una referencia a una historia de amor trágica aún menos creíble y en tono
si cabe más engolado (y ya es difícil) terminan por rematar la faena.
Muy lejos, en definitiva, de esas
joyas como “El Maestro de esgrima”; “La tabla de Flandes” o “El club Dumas”
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